¡Y el Premio Cervantes 2017 es para...!

Recreación de nuestra periodista Noühaila trabajando en su relato.

Domingo, 29 enero 2017

Publicado en: RELATOS


Noches Memorables

Mis abuelos, como los demás, son una gran fuente de experiencia vivida, conocedores de secretos, hechos, historias que se perderán a lo largo de los años pero que, sin embargo, permanecen anclados en su memoria conforme el tiempo transcurre, y quizá, permanezcan ahí para siempre y es por ello que, como mera apasionada de las buenas historias y fiel creyente de la veracidad de las mismas, mi entusiasmo crecía hasta no poder más cuando mi abuela decidía relatarme una de sus tantas experiencias pasadas, y otras que conoció durante su extensa vida. Cuentos, mitos, leyendas, que aunque sepa con seguridad que no eran más que ficción, en su momento, mi mente infantil lograba recrear los escenarios más fantásticos y verlos como algo real y existente, y aquello, de alguna forma, no hacía más que cautivarme y llenarme de un firme amor hacia las historias, que aún a mi edad, jamás ha desaparecido. Así que haciendo acopio de mi compulsivo afecto hacia mis abuelos, cualquier ocasión que me permita hablar de ellos siempre merece la pena, aun cuando las palabras no fluyan de la manera en que me gustaría que lo hicieran. Aquellas vivencias de las que más gratos recuerdos guardo y que más me ilusionaría compartir, tienden a ser las que más se resisten a la hora de plasmarlas por escrito, pues por más que me esfuerce, nunca logro transmitir todas y cada una de aquellas sensaciones especiales que se arraigan en mi alma e invaden mis emociones. Rememorar sus historias es, en cierto modo, volver atrás el tiempo.
El primer recuerdo que recrea mi mente al pensar en mi abuela es la de su habitual y constante presencia matutina en la gran cocina de su hogar, paseando de un lado a otro, según ella, las tareas caseras nunca llegaban a su fin. Pero aún así, siempre encontraba la ocasión perfecta para hacerme acreedora de sus tantas historias, pero no por el día, no. Ella afirmaba decididamente que la noche era el momento ideal para ello, así que yo, únicamente, esperaba. Jamás le encontré el sentido al por qué no podía hacerlo a la luz del día, no obstante, con el transcurso de los años, me fui dando cuenta del motivo. Cuando la oscuridad reinaba en las casas, y yo marchaba a dormir junto a mi abuela, las historias comenzaban no sin antes acurrucarme junto a ella y abrazarla. Leíamos oraciones, y cuando concluíamos, sin tener la necesidad de recordárselo, ella comenzaba uno de sus tantos relatos.
Entonces, complacida, guardaba total silencio y escuchaba con cautela, pues prestarle atención mientras nos abrazábamos mutuamente era siempre uno de esos mágicos e irremplazables momentos en los que el tiempo se detenía, y era sumamente sencillo y acogedor dejarse llevar por el misterio y los valores que acongojaban sus historias.
Fue tanta mi ansia por seguir escuchándola que, en una ocasión, y una vez dado por finalizado uno de los cortos y en su mayoría humorísticos relatos, le pedí que me contara una historia de miedo. Esa no fue la primera vez, pues siempre que le pedía lo mismo, por mucho que lo hiciera, ella se negaba rotundamente a contarme historias de terror. Pero aquella noche, por alguna desconocida razón, accedió tras cavilar breves segundos y me dijo:
– De acuerdo, pero mejor que un cuento, te relataré una historia real, una que sucedió justo en esta ciudad hace varios años- dijo ella.
Yo asentí expectante esperando el inicio, presurosa, y reparando en cómo hacia acopio de su memoria para dar comienzo a su historia, una que prometía ser distinta a todas las anteriores.
En ese instante, como es natural, pausó su charla dejándome totalmente cautivada.
– ¿Qué fue lo que pasó?, pregunté con impaciencia. Entonces ella prosiguió.
– Adam yacía en su pequeña cama, indefenso y descuidado. Su aspecto rompía en mil pedazos hasta el corazón más insensible y hacia llorar el alma más desalmada. Aquella misma noche, Adam murió, y con él, la felicidad de su madre. El padre jamás apareció. Todo el pueblo lloró la pérdida del pequeño Adam, dejando su recuerdo vivo entre las memorias de las personas.
Pero aquello no fue el final, esa misma madrugada, la mujer desapareció y nadie volvió a saber nada de ella durante mucho, mucho tiempo. Eso no fue hasta que llegó la noticia que sobresaltó a todo el mundo. La tumba donde yacía el cuerpo inerte de Adam estaba totalmente excavada y el cuerpo del niño ya no estaba ahí. Todos los vecinos aseguraban que fue cosas de fenómenos paranormales, hasta que, días después, apareció Clara con un gran saco sobre la espalda. Fue entonces cuando las personas dieron por hecho que ahí estaban los restos del pequeño niño, y el aspecto desaliñado y poco cuerdo de la mujer, se los aseguraba aún más.
Clara paseaba por las noches en soledad, y cuando veía niños, se acercaba a éstos mostrando inestabilidad mental, por lo que éstos niños huían enseguida y le arrojaban piedras tal y como indicaban sus padres. Sin embargo, una vez, Clara consiguió acercarse a un niño que tú bien conoces, y lo sujetó firmemente por los brazos. Se retiró su gran saco de los hombros, y mirando atentamente al niño, abrió la bolsa y metió una mano en su interior. El pequeño chico, conocedor de las tantas historias que protagonizaba ésta mujer, se asustó y fue tanto su miedo que fue incapaz de moverse producto de su impotencia. Entonces, durante lo que parecieron ser horas, la loca fémina, cuya mirada se mantenía fija en el niño, extrajo algo que cubrió con las manos, las acercó al chico, y éste se estremeció. Jamás olvidaría lo que vieron sus ojos.
Eran golosinas. El niño, confuso, las aceptó. “Adiós, Adam…”. Se despidió de aquella inusual manera y emprendió nuevamente su marcha, buscando niños que no la golpearan con piedras como lo hizo aquel muchacho.
Mi abuela, pausó su habla.
– ¿Quién fue el niño?, pregunté curiosa.
– Tú padre -me respondió ella, con una mirada llena de significado-.
Abrí los ojos estupefacta.
Recuerdo cómo mi abuela me explicó que las personas veíamos y creíamos lo que queríamos, e ignorábamos el uso de la lógica, y sobre todo, de la empatía. El miedo no era más que imaginaciones que recrea nuestra mente de manera ilusa.
– «Las apariencias engañan, querida mía», me dijo suavemente, «nada ni nadie es lo que parece».
Plantó un beso en mi cabeza, y recuerdo el profundo sueño en el que me sumí aquella noche.
Recreación de nuestra compañera Noühaila dormida tras una agotadora jornada literaria.

Recreación de nuestra compañera Noühaila dormida tras una agotadora jornada literaria.

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Curso: 4º ESO

Tutor: Ana Olarte Fernández

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